viernes, enero 07, 2005

Episodio VI

En el que, cortada su fuente de energía, el narrador se desploma inerte.

Puede que no sea capaz de terminar este relato, pero este es un sueño que sé que tendré que realizar, cuando mi mano guíe una nueva revolución como si esta fuera una riada de hombres.
Clamarán.
Clamarán mi nombre, todos ellos.

"Ténganlo en cuenta, quienes esperen una explicación o un desagravio, quienes busquen excusas, o quienes hayan venido a conocer respuestas, harán bien en buscar en otro sitio.
Aquí sólo nos queda odio para darles, no vengan aquí quienes necesitan ser consolados.
De aquí el consuelo se fue hace tiempo, arrastrado por el hedor, como bocanadas de un humo leve y dulce.

Os enseñaríamos las viejas fotografías, abriríamos el telón que cubre las escenas que hemos custodiado. En este lugar se guarda toda la negrura de nuestra raza, sed conscientes de eso. Este es el museo al que vienen los jenízaros a rezar, aquí acuden los recolectores de cabezas para que el corazón no les duela cuando aplastan y quiebran las raíces del mundo, cuando entran al asalto en colegios y hospitales.

Necesitamos un recordatorio permanente, un pozo al que asomarnos cuando el mundo nos mienta, para no sucumbir al espejismo que constituye la alegría. Comprendemos la innecesidad del engaño que suponen las cosas bellas. Esa es la función de este templo, este monumento al hombre que hemos erigido, que vamos erigiendo cada día. Esa es la sagrada función de esta obra.
Este museo guarda los momentos más bajos, los crímenes más atroces. Asomaos, vedlo, pero no lo conteis. Dejad que otros vengan y se asomen, y vean. Dejad que lloren otros"

Así reza la placa de bronce, a los pies de una enorme sección de viga, amputada y acarreada hasta este punto, a hombros de europeos y europeas que fueron engullidos por la hueste.
Esa es la inscripción que leen todos aquellos que se dirigen a peregrinar al Museo, también denominado el Lugar.
El sitio que algunos creen que debe demolerse, y que cada año resulta ampliado. El único monumento dedicado al odio de la historia del hombre.

Una poderosa imagen visual, el Museo es un collage fruto de innumerables edificios que han sido traídos aquí escombro a escombro, demolidos en su lugar de origen y luego transportados aquí, como trozos de muertos, para ser reestructurados e incorporados al Museo, paredes de cristal fracturado fundiéndose sin transición con sillares que tienen doce siglos de antigüedad, torres inclinadas, tupidos entramados de acero inoxidable, cupulas, frescos, el Museo transmite exactamente el mensaje que pretende transmitir.

En su interior aguarda el horror. Igual que su aspecto no es sino el amontonamiento de trofeos obtenidos por todo el mundo tras la revolución, su interior es el conjunto de atrocidades en nombre de dicha revolución, mostrados sin reparo y sin orgullo en una sucesión inacabable de holovideos, fotografías, videos antiguos, grabados, testimonios orales y escritos, maquetas y objetos diversos, que dan una idea de la magnitud de la cruzada, así como de su crueldad.

Es justamente la crueldad y el odio, como ya he dicho, lo que mueve y vertebra toda esta muestra. A diferencia de los museos pre-cruzada, en los que la violencia y la muerte eran tratados como males a evitar, el Museo los enfoca como cualidades inherentes a la experiencia humana. De hecho, la idea que se aprecia en todas las salas de la exposición es un cierto talante didáctico, que pretende mostrar la necesidad de tales cosas, en última instancia, el Museo pretende ser una justificación del hombre, una reconciliación del hombre consigo.

En el corazón del Museo yace el dolor humano, y nunca mengua, sólo crece y crece, latiendo sobre una gran explanada de mármol y granito, entre charcos y cráteres de bombas, entre mendigos y soldados de rodillas bajo la niebla y la lluvia, entre nosotros, vivo como el más vivo de los seres.

Ese es el sueño. Aquí ha de terminar este relato.
Discúlpenme quienes esperaban una explicación o una excusa.
De verdad que lo siento.


jueves, enero 06, 2005

Episodio V

En el que el narrador se convierte en transmisor de una tradición oral venida del futuro.

La última etapa de la globalización se llamó Minuendo.
(Y era su lengua una maza de hierro al rojo vivo, y a su paso las ciudades se alzaban y se colmaban de llagas los cuerpos de los hombres)
Minuendo fue todo lo que quedó de ella, cuando Europa cruzó la línea que no debía cruzarse. Acosada de todos los achaques de una potencia vieja, desprovista de fronteras estrechas y defendibles y desprovista de pujantes generaciones nuevas, Europa contempló de nuevo el arma que en el pasado la hizo, si no grande, sí al menos más temible.
(Y era su manto un muro de cemento, su voz un rugido que ensordecía a los pueblos)
Cuando Europa quedó sola, cuando todos los países de su periferia vieron que podían coger algún pedazo del botín, Europa no quiso caer sin luchar, provista de la tozudez de los ancianos, recurrió a la única salvación posible. Se construyó un caparazón, un fortín inexpugnable, una muralla que nada ni nadie pudiera rebasar. Antes que morir prefirió encarcelarse.
(Y eran su condena una ceguera y una sordera inadmisibles, un silencio demencial llenaba la prisión de Europa)
Así fue que Europa se encerró a sí misma. Los europeos creían escapar a un lugar donde no podían ser tocados, anhelando dormir allí una muerte en vida, detener la historia en aquel último ascenso desesperado, y sostenerse allí, ingrávidos sobre la realidad.
(Y eran sus alas como hojas de espada que segaban las vidas de los niños, su vuelo un viento de violencia y de muerte)
La deuda quedó de ese modo olvidada, el mundo quedó de este modo escindido, e incluso entre los propios europeos hubo alguno que levantó la voz y protestó, y reclamó que se detuviera la locura.
(Y no fueron sus manos las únicas manos que fueron cercenadas)

domingo, enero 02, 2005

Episodio IV

En el que el narrador prácticamente cae fulminado por la inaplacable ira de Dios.

Todos los malos de película dicen lo mismo.
Disparan al bueno, matan a su familia, le despojan de sus riquezas y de sus caballos. Salan sus campos y los destierran, les arrebatan todo y esperan que los héroes se rindan, que se resignen. Traicionan y apuñalan, conspiran y triunfan, y esperan que los frutos de sus malas acciones perduren para siempre.
Y cuando el héroe vuelve los malvados se preguntan por qué. Siempre se lo preguntan; los héroes vuelven siempre, una y otra vez, hasta que consiguen darle la vuelta a la partida.
Es, lo que vemos en nuestras películas, un reflejo moderno de los juicios de Dios de culturas típicamente medievales. La fe antigua en que quien dice la verdad, quien tiene la superioridad moral, es forzosamente el ganador de cualquier combate, porque Dios ha de darle fuerzas y empujarlo, y llevarlo a la victoria sin que importen las dificultades. Para quien tiene la verdad de su lado, nada es imposible.

Si aún tuviera mandíbula, trataría de explicarle eso a Diana, que se ha recostado contra la pared al final del pasillo. En lugar de eso, emito un gorgoteo prácticamente constante, ella no puede saber que trato de decirle eso que pienso.
No sé si está llorando, pero creo que ha soltado la pistola. Lo sabría si no se me hubieran llenado los ojos de sangre. Creo haber oído el metal de la pistola tocar el suelo, hace un rato, cuando me volví a levantar y ella gritó.
Puedo oírla respirar, sin embargo. Puedo oler, entrelazado con el olor de mi sangre y mi orina el olor de la pólvora de los disparos flotando en el pasillo. Cuanto me gustaría tener todavía una voz reconocible para poder hablar con Diana y contarle todo, para que esto no sea el drama casi silencioso en que se ha convertido, después de los primeros disparos y el frenesí del animal acorralado.
Me parece que algo ha comprendido, sin embargo. Ese, si es que está llorando, sería un buen motivo para justificar su llanto. Diana es el malo de otra película en la que el bueno no quiere morir, Diana es todos los malos de todas las películas del mundo. Diana, si queremos ponernos trágicos, es el mal encarnado. Y yo el bien.
Yo, la figura que deja un rastro de sangre a lo largo de su inapelable trayectoria homicida. Eso es el bien. Yo soy la némesis bamboleante de la justicia cósmica, yo soy el hombre muerto que sigue caminando. El bien toma las formas más absurdas.
Apoyo un brazo en la pared y me detengo. Estoy terriblemente cansado. Escucho mi propia respiración haciendo burbujas en la sangre que fluye a mis pulmones agujereados, latido a latido, anegando bronquios y alveolos. Seguir respirando. Seguir en pie. Seguir.

No pudo impedirme entrar porque llevo mucho tiempo esperando esto.

Me rehago, titubeo antes de dar otra zancada, cuarenta centímetros más cerca de Diana. Me quedan tres, cuatro pasos a lo sumo. Me pregunto si Diana se ha venido abajo definitivamente o bien en sus desesperación ha tenido otra idea, algún plan para librarse de mí y escapar.
Noto un leve roce húmedo contra mi clavícula, mi lengua, colgando al haberse perdido su soporte natural. Que aspecto más horrendo debo tener ahora.

Cuando oí los pasos de Diana volver a través del pasillo hacia el recibidor, no sabía que iba a suceder. No tenía idea de cómo reaccionaría, y me pilló totalmente desprevenido.
En retrospectiva quizá tendría que haber sabido de lo que era capaz.
La puerta del recibidor se abrió, al otro lado, el pasillo en penumbra, Diana con su bata y su pistola. Fui a decirle que no hiciera nada que pudiera lamentar, pero creo que no llegué a decir nada.

Estoy un paso más cerca de ella. Ahora, por encima de mis propios y repugnantes ruidos, oigo lo que murmura. Oigo lo que me dice, lo que se dice a sí misma. Constato que se rinde, que ha comprendido que no va a ganar. Lo que daría por poder hablar con ella ahora, y ser el bueno explicando al malo el fallo en su plan para dominar el mundo, el error de principiante que le ha costado un billón de dólares. Toso, el espasmo de mis pulmones envía sangre salpicando en todas direcciones.

Oí a Diana reír, victoriosa, liberando sus nervios. Y luego merodeó un rato por el recibidor y la cocina cercana, supongo que preguntándose que hacer con un cadáver. Me desangraba poco a poco, inconsciente, en estado de shock por el dolor. El dolor.

Ahora estoy aquí, después de ponerme en pie otra vez. Mi certidumbre de vencer. Su rostro al verme de pie en el pasillo, sus manos soltando de inmediato la fregona. Nada de sorpresa, sólo ira. El agente Smith enfadado porque míster Anderson no quiere morir. Y más balas.
Los recuerdos se mezclan, quizá la consecuencia de haber sufrido daños cerebrales, de ahí en adelante, no sé. Puede que me haya disparado cien veces. No lo recordaría. Su grito, al levantarme yo, un grito en el que cada vez hay más miedo y más furia. Puede que lleve siglos levantándome en lugar de morir, como ella quiere, ya no puedo saberlo.
Pero Diana ya no da más de sí. Me acerco a ella, cubro los últimos dos pasos en un tiempo posiblemente infinito. La oigo murmurando para si, una letanía o una nana de cuando era niña.
Cuando llego hasta ella, me arrodillo, no intenta alejarse, no hace falta mi explicación, ella entiende.
Cuando mis dedos se cierran sobre su garganta, casi creo notar que ella acomoda su cuello entre mis pulgares. Casi se relaja cuando mis índices se cruzan tras su nuca.Casi.