domingo, enero 02, 2005

Episodio IV

En el que el narrador prácticamente cae fulminado por la inaplacable ira de Dios.

Todos los malos de película dicen lo mismo.
Disparan al bueno, matan a su familia, le despojan de sus riquezas y de sus caballos. Salan sus campos y los destierran, les arrebatan todo y esperan que los héroes se rindan, que se resignen. Traicionan y apuñalan, conspiran y triunfan, y esperan que los frutos de sus malas acciones perduren para siempre.
Y cuando el héroe vuelve los malvados se preguntan por qué. Siempre se lo preguntan; los héroes vuelven siempre, una y otra vez, hasta que consiguen darle la vuelta a la partida.
Es, lo que vemos en nuestras películas, un reflejo moderno de los juicios de Dios de culturas típicamente medievales. La fe antigua en que quien dice la verdad, quien tiene la superioridad moral, es forzosamente el ganador de cualquier combate, porque Dios ha de darle fuerzas y empujarlo, y llevarlo a la victoria sin que importen las dificultades. Para quien tiene la verdad de su lado, nada es imposible.

Si aún tuviera mandíbula, trataría de explicarle eso a Diana, que se ha recostado contra la pared al final del pasillo. En lugar de eso, emito un gorgoteo prácticamente constante, ella no puede saber que trato de decirle eso que pienso.
No sé si está llorando, pero creo que ha soltado la pistola. Lo sabría si no se me hubieran llenado los ojos de sangre. Creo haber oído el metal de la pistola tocar el suelo, hace un rato, cuando me volví a levantar y ella gritó.
Puedo oírla respirar, sin embargo. Puedo oler, entrelazado con el olor de mi sangre y mi orina el olor de la pólvora de los disparos flotando en el pasillo. Cuanto me gustaría tener todavía una voz reconocible para poder hablar con Diana y contarle todo, para que esto no sea el drama casi silencioso en que se ha convertido, después de los primeros disparos y el frenesí del animal acorralado.
Me parece que algo ha comprendido, sin embargo. Ese, si es que está llorando, sería un buen motivo para justificar su llanto. Diana es el malo de otra película en la que el bueno no quiere morir, Diana es todos los malos de todas las películas del mundo. Diana, si queremos ponernos trágicos, es el mal encarnado. Y yo el bien.
Yo, la figura que deja un rastro de sangre a lo largo de su inapelable trayectoria homicida. Eso es el bien. Yo soy la némesis bamboleante de la justicia cósmica, yo soy el hombre muerto que sigue caminando. El bien toma las formas más absurdas.
Apoyo un brazo en la pared y me detengo. Estoy terriblemente cansado. Escucho mi propia respiración haciendo burbujas en la sangre que fluye a mis pulmones agujereados, latido a latido, anegando bronquios y alveolos. Seguir respirando. Seguir en pie. Seguir.

No pudo impedirme entrar porque llevo mucho tiempo esperando esto.

Me rehago, titubeo antes de dar otra zancada, cuarenta centímetros más cerca de Diana. Me quedan tres, cuatro pasos a lo sumo. Me pregunto si Diana se ha venido abajo definitivamente o bien en sus desesperación ha tenido otra idea, algún plan para librarse de mí y escapar.
Noto un leve roce húmedo contra mi clavícula, mi lengua, colgando al haberse perdido su soporte natural. Que aspecto más horrendo debo tener ahora.

Cuando oí los pasos de Diana volver a través del pasillo hacia el recibidor, no sabía que iba a suceder. No tenía idea de cómo reaccionaría, y me pilló totalmente desprevenido.
En retrospectiva quizá tendría que haber sabido de lo que era capaz.
La puerta del recibidor se abrió, al otro lado, el pasillo en penumbra, Diana con su bata y su pistola. Fui a decirle que no hiciera nada que pudiera lamentar, pero creo que no llegué a decir nada.

Estoy un paso más cerca de ella. Ahora, por encima de mis propios y repugnantes ruidos, oigo lo que murmura. Oigo lo que me dice, lo que se dice a sí misma. Constato que se rinde, que ha comprendido que no va a ganar. Lo que daría por poder hablar con ella ahora, y ser el bueno explicando al malo el fallo en su plan para dominar el mundo, el error de principiante que le ha costado un billón de dólares. Toso, el espasmo de mis pulmones envía sangre salpicando en todas direcciones.

Oí a Diana reír, victoriosa, liberando sus nervios. Y luego merodeó un rato por el recibidor y la cocina cercana, supongo que preguntándose que hacer con un cadáver. Me desangraba poco a poco, inconsciente, en estado de shock por el dolor. El dolor.

Ahora estoy aquí, después de ponerme en pie otra vez. Mi certidumbre de vencer. Su rostro al verme de pie en el pasillo, sus manos soltando de inmediato la fregona. Nada de sorpresa, sólo ira. El agente Smith enfadado porque míster Anderson no quiere morir. Y más balas.
Los recuerdos se mezclan, quizá la consecuencia de haber sufrido daños cerebrales, de ahí en adelante, no sé. Puede que me haya disparado cien veces. No lo recordaría. Su grito, al levantarme yo, un grito en el que cada vez hay más miedo y más furia. Puede que lleve siglos levantándome en lugar de morir, como ella quiere, ya no puedo saberlo.
Pero Diana ya no da más de sí. Me acerco a ella, cubro los últimos dos pasos en un tiempo posiblemente infinito. La oigo murmurando para si, una letanía o una nana de cuando era niña.
Cuando llego hasta ella, me arrodillo, no intenta alejarse, no hace falta mi explicación, ella entiende.
Cuando mis dedos se cierran sobre su garganta, casi creo notar que ella acomoda su cuello entre mis pulgares. Casi se relaja cuando mis índices se cruzan tras su nuca.Casi.