sábado, diciembre 11, 2004

Episodio III

En el que el narrador no da más que evasivas.

Sabe, o cree saber, que todo en el fondo tiene algún sentido, camina por estrechos corredores cubierto con poco menos que un harapo. Arrastran sus pies, arañan sus uñas demasiado crecidas el granito de los fosos que anegan acuíferos de profundidad insondable. Se detiene a la orilla del agua, donde los pesados sillares se hunden primero en el alga, luego en la negrura, y escucha el rumor de la máquina, abrevando recelosa, constante. A lo lejos reverberan secretas corrientes. El desconocido, el monje, el guardia, a veces se imagina que se zambulle y nada por el fétido mar subterráneo y sueña con que el concepto de final tiene sentido.
Sueña con que la eternidad no exista, después de todo.
Vive atormentado, inmerso. Vive en su mundo mudo, murmurando una jerigonza incomprensible, porque él nunca aprendió más idioma que el que habla la torre, su única lengua es la lengua que habla su fortín.
Es el lenguaje de los engranajes que se estremecen en los sótanos recónditos del laberinto, las barras que fajan y ciñen los muros y los arcos, el goteo del vaho que se condensa en inalcanzables superficies de cristal azulado, el rumor de los fanales cuya llama no se apaga jamás.
El eremita hace años que se inventó una historia para él mismo, y para los cadáveres que pueblan las galerías inferiores, las más secas, donde cree que cuando su hora llegue se recostará para expirar. A veces se pregunta si los cadáveres no son sino sus propios cuerpos, y él el fantasma de todos esos muertos precedentes.
Los lugareños juran y perjuran que no existe, cuando las autoridades acuden a husmear alertadas o curiosas. Por el pueblo han pasado innumerables arqueólogos, historiadores con baúles cargados de legajos. La mujer más anciana del lugar los ha recibido por decenas, en el umbral de su pequeña choza, sacudiendo la cabeza mirando en dirección a las negras almenas que se elevan entre la niebla que anida o nace a los pies de las inmensas torres.
El silencio cómplice de los pueblerinos que cada generación, entregan a uno de sus primogénitos a la máquina, para que el primogénito de la generación pasada lo críe y lo consuele. Esa es el precio que paga el pueblo
A veces el preso, el mudo que recorre con la mirada ápices basálticos, monumentales columnas de piedra, despierta sobresaltado, yace en un corredor desconocido, olvida por un momento dónde está, dónde cayó dormido.Y por un instante, un bendito segundo de ignorancia, se despierta libre.

jueves, diciembre 09, 2004

Episodio II

En el que el narrador quizá esté dispuesto a dar detalles, o quizá, quién sabe, a revelar algún nombre o dar alguna descripción, dato, seña o domicilio.

Ayer morí. Mañana, renacido, quizá emerja otra mirada de mis ojos, mis manos quizá podrán regalar caricias nuevas. Por hoy, por esta noche, seguiré siendo el mismo. Permaneceré hasta que amanezca, perdido en este mar de perfiles que fluyen, de telas que se desploman y amontonan, en esta tormenta de sábanas rasgadas.

Su luz y la otra luz, despojada la luna de su brillo. Yace vencida, los brazos desplegados, ahíta, completada. Vertidos el uno contra el otro, quizá forja la noche lazos mas fuertes que el acero colado, mis manos le dieron forma como magma candente, aquella noche. Esta noche, qué digo.