viernes, octubre 27, 2006

Episodio XVII

En el que el narrador es poco más que una sonrisa a la espera de una buena razón.

Me apeo del tranvía, y este no tarda más que un segundo en arrancar de nuevo, como liberado de alguna carga vergonzante. Echo a caminar calle abajo, hacia el albergue.
No eres más que una imitación grosera del hombre que eras hace sólo un instante.
Le hace pensar a uno.
Soledad es el eco de tus pasos bajo el puente por el que pasa el tranvía, de noche. Soledad es el olor a orina o que ese grafiti escrito en el cemento está en un idioma que no conoces.
Puede ser, sólo puede ser, que Gleidingen sea una manifestación física de la soledad. Gleidingen es el pueblo en la periferia de Hannover donde viví, donde hay una casa vacía donde vivía una familia que solía conocer. Gleidingen es el pueblo donde aprendí alemán, donde fui por primera vez a un concierto. He regresado a Gleidingen para ver si Gleidingen me recordaba. Y no me recuerda.
Soledad es entrar en una tienda y no saber si las risas son por ti o por otra cosa, es alisarse el jersey nerviosamente mientras tartamudeas. Soledad es procurar sonreír y que te dejen todos tranquilo de una vez.
Habrá quien diga que estos no son las mejores ideas que tener estando solo en un país extranjero. Por eso pienso que es mejor viajar solo, y si la conversación fluye con más dificultad que se joda. No es como si estuviera haciendo este viaje por placer. Hago este viaje porque alguien ha de hacerlo.
A lo lejos oigo los helicópteros de los bomberos, zumbando frenéticos en la noche, navegando con dificultad entre las pavesas que llenan el ambiente.
En Gleidingen hay toda clase de pintadas, los muchachos del lugar se entretienen con eso y con los porros. Fui un muchacho aquí, como ya he dicho, en cierta medida sigo siendo un muchacho aquí, cubierto por la arena del tiempo sigo bajo su superficie jugando y corriendo para no perder el tranvía de las siete de la mañana. Hay una pintada mía incluso, junto a la vía que lleva hasta Sarstedt, donde termina la línea uno de tranvía. Ya no está, pero para mí sigue estando allí, nunca he vuelto a hacer una pintada.
Era mi forma de hacerlos sentir amenazados, supongo.
Me detengo donde Gleidingen termina, tras comprobar alborozado que no ha crecido en todo este tiempo. Gleidingen ha tenido la decencia de no haberse movido ni un milímetro del sitio, de no haber cambiado ni un ladrillo. Por eso hoy Gleidingen permanece en pie. Me solazo en ese cruce, donde esperé tantas veces el autobús, donde me detuve tantas veces antes de recorrer la calle que lleva a la casa que fue una vez mi casa. Me solazo, decía, en plena noche, bajo un resplandor anaranjado.
Porque en el horizonte, Hannover está ardiendo.
Es su castigo, por haberme fallado tan completamente. No hay ninguna otra explicación que dar.