domingo, septiembre 24, 2006

Episodio XV

En el que el narrador es una última y humillante alternativa.

La idea principal es que en esta escena pueden haber varias otras escenas escondidas o latentes.
Del mismo modo que en esa idea principal pueden haber varias otras ideas escondidas o latentes.

No comienza de una forma muy esperanzadora.

Su pelo es gris y es liso, y la condensación en el cristal lo riza y lo perla cuando ella acerca el rostro a la ventana. Hecha un ovillo, Mistral no aparenta más de una veintena. Solloza y tiembla en el compartimento, un animal hermoso que alguien ha dibujado en este contraluz. Algo tienen las mujeres que lloran.

No está sola, pero mi presencia en este momento no tiene relevancia. Quizá mi presencia previa o posterior sí incidan de alguna forma en esta historia. Mi presencia, en ese sentido, quizá engendrará otras escenas que están ahora latentes.
En la escena principal, por otro lado, Mistral está llorando. Llora desde que salimos de Madrid. Creo, mientras la observo en esta luz, otra vez gris, que la ilumina, que llorará hasta nuestra llegada si no se duerme antes. Fuera diluvia y atardece.

No he tenido mucho donde elegir hasta este punto del relato. Dos billetes sobre la mesa, Mistral con un cigarro y un café terminado, cruzadas las piernas en el bar de la estación. Una de esas miradas en que mujeres como Mistral saben que pueden empeñar su destino. Mi objetivo inicial era distinto, pienso resignado algo más tarde, en el andén sobre el que aún no ha empezado a llover. He aquí dos escenas que ocultaba esa sencilla estampa inicial, la de Mistral llorando.

Mi objetivo inicial era distinto, pienso de nuevo ahora, volviendo a esta mujer que llora y odia, sola en su rabia, cuyo motivo no conozco todavía. Ya que hablamos de desconocimientos, Mistral no es su nombre verdadero, aunque es el único nombre suyo que conozco. Otra escena evidente, aunque futura, es Mistral revelándome este importante dato. Sé que en esa escena uno de los dos empuña una pistola.

Esa escena no podré escribirla solo.

Se descalzó cuando entramos en el compartimento, porque está enmoquetado. Esa es una tercera y trivial escena incluida en la otra. Lo pienso mientras miro sus pequeños pies blancos sobre el sillón azul. Otra escena implícita: Mistral quitándose la capucha del impermeable, revelando la onda gris del pelo cayendo blandamente contra el cuello. Mira de nuevo el teléfono móvil, atónita, furiosa. Por un momento cuaja y convence la idea de que Mistral tiene solamente veinte años. Luego se desvanece la impresión, queda ese eco que hay siempre junto a ella, el eco de lo que no es del todo natural.

La primera vez que oí su voz me viene a la cabeza, viéndola guardar de nuevo el celular en la mochila, pero el ruido de la cremallera me devuelve al presente. Las luces de la ciudad, esta ciudad desproporcionada, devuelven ecos coloreados de su cara, ocultando cada vez algunas facetas, proyectando sombras variables de su nariz, sus cejas o su boca.

A medida que el tren se aleja del centro de Madrid disminuye la iluminación en el compartimento. Ninguno de los dos encendemos la luz, y poco a poco Mistral va diluyéndose en su sombra. Pasa a ser una ausencia, delatada tan solo por un roce ocasional cuando la remueve, está aún furiosa pero ya más calmada, alguna respiración entrecortada.

Me duermo antes que ella. La última escena que acechaba en esa imagen suya junto a la ventana es esta que intuyo ahora entre sueños. La más preciada y la definitiva, cuando Mistral se sienta a mi lado, coge mi brazo, se lo echa por encima y se acurruca a dormir bajo mi abrigo, cálido el pecho y heladas las manos que apoya contra mí.

Finaliza, sin embargo, de manera vagamente hermosa.