viernes, junio 30, 2006

Episodio XI

En el que cuesta distinguir al narrador de su victoria.


Puedes volver aquí cuando estés sola.
Sabes que no podré olvidarte nunca, ese es el único dolor que puedo darte. Escuchas mi última homilía. Lees mi último relato. Saboreas mi última lección.
Puedes contar conmigo para odiarte.

(Tú no lo sabes, pero hoy es el día en que siembras en mí un final perfecto para ambos)
Ríes, te escurres bajo mi brazo que hace de barrera. Quieres decirme algo a través de la música. Quieres estar cerca, porque aunque tienes garras afiladas, sólo me puedes herir desde debajo. Soy el proverbial oso, igual que tú eres el proverbial espadachín.
(Y es tu espada una lengua de viento, y su corte un rastro de hojas alborotadas)
Me apuñalas en los ángulos muertos de mi ego. Es a través de frases como esa como puedes batirme y, como los dos lo sabemos, la pelea se zanja a esta distancia. He tratado de evitar este sitio, he procurado mantenerte a raya, alejarte con gestos y con hechos. Un león y un domador, y entremedias sólo una silla de madera. Hasta que has comprendido.
(No te temo, pero sólo porque todavía no quieres que te tema)
Con un último golpe, te tomas un respiro, tu mano tira aún de mi camisa. Un leve sorbo a la copa para darme aliento, porque disfrutas cuando te replico, porque juegas a este juego de mierda mucho mejor que yo. Los dos entendimos hace mucho que si puedo olerte no puedo hacerte daño, pago ahora el precio de aquellos besos apresurados, con mi boca a dos breves pulgadas de tu pelo. Recuerdo que sonreíste cuando te diste cuenta. Como sonríes ahora mientras las palabras me salen trastabillando de la boca.
(Palabras para hacer que flaquees. Palabras para hacer que huyas.)
Un aleteo de párpados y ya te tengo otra vez junto al oído. Esta vez no me vas a soltar, me aferras y me clavas a la madera de la barra. El bar y el mundo entero asisten a esta crucifixión que me practicas. Tu última sílaba resuena en mi oído todavía, y no puedo evitar que este dolor tan inmenso me halague, que esta corona de espinas me parezca hermosa, no puedo evitar estar agradecido.
(Ahora empuña tu lanza, Longino, y esa es la última metáfora que quiero dedicarte)
Reculas, porque quieres verme llorar antes de decir lo que ya sé que vas a decirme. Quieres que llore antes, para que esa última herida también sea insulto y sea mofa, para que sirva de escarmiento para todos los hombres. Guardas ahora un par de segundos de silencio, sirva este espacio para un último rezo por la salvación de nuestras almas, que ya te acercas otra vez a mí para vencerme, acunada en un dedo una lágrima que es una rendición.
(Sin que lo supieras, te escribí un epitafio barroco y adornado)
Te acercas y, bajo mi mano, noto el calor de tu vientre bajo el vestido. Este vestido de entre todos los vestidos posibles. Te acercas, decía, y ya dibujas con tus labios perlados de bebida una palabra que nunca podrás pronunciar, que ya nota mi mano un calor que no es el de tu vientre, y tu vientre un frío que no es el de la copa.