jueves, enero 06, 2005

Episodio V

En el que el narrador se convierte en transmisor de una tradición oral venida del futuro.

La última etapa de la globalización se llamó Minuendo.
(Y era su lengua una maza de hierro al rojo vivo, y a su paso las ciudades se alzaban y se colmaban de llagas los cuerpos de los hombres)
Minuendo fue todo lo que quedó de ella, cuando Europa cruzó la línea que no debía cruzarse. Acosada de todos los achaques de una potencia vieja, desprovista de fronteras estrechas y defendibles y desprovista de pujantes generaciones nuevas, Europa contempló de nuevo el arma que en el pasado la hizo, si no grande, sí al menos más temible.
(Y era su manto un muro de cemento, su voz un rugido que ensordecía a los pueblos)
Cuando Europa quedó sola, cuando todos los países de su periferia vieron que podían coger algún pedazo del botín, Europa no quiso caer sin luchar, provista de la tozudez de los ancianos, recurrió a la única salvación posible. Se construyó un caparazón, un fortín inexpugnable, una muralla que nada ni nadie pudiera rebasar. Antes que morir prefirió encarcelarse.
(Y eran su condena una ceguera y una sordera inadmisibles, un silencio demencial llenaba la prisión de Europa)
Así fue que Europa se encerró a sí misma. Los europeos creían escapar a un lugar donde no podían ser tocados, anhelando dormir allí una muerte en vida, detener la historia en aquel último ascenso desesperado, y sostenerse allí, ingrávidos sobre la realidad.
(Y eran sus alas como hojas de espada que segaban las vidas de los niños, su vuelo un viento de violencia y de muerte)
La deuda quedó de ese modo olvidada, el mundo quedó de este modo escindido, e incluso entre los propios europeos hubo alguno que levantó la voz y protestó, y reclamó que se detuviera la locura.
(Y no fueron sus manos las únicas manos que fueron cercenadas)